Martin McTeg
No conozco en toda la naturaleza un ser con más determinación que el salmón cuando vuelve al lugar donde nació.
Este pez nace en agua dulce y emigra al mar. Al cabo de tres o cuatro años regresa al lugar donde nació a fin de reproducirse. Esto puede parecer bastante sencillo, pero de hecho el viaje —que puede ser de hasta 3.200 kilómetros— es de una dificultad extrema.
Nadie sabe con certeza cómo conoce el salmón el camino. Algunos investigadores creen que se guía por un campo magnético, mientras que otros consideran que se debe a su agudo sentido del olfato o a que tiene grabada en el cerebro la constitución química del agua donde nació. Sea como sea, el Creador lo ha dotado para la tarea.
Cuando los salmones llegan a la desembocadura del río en que nacieron, el viaje se vuelve aún más difícil y peligroso. A partir de ahí todo es contra corriente. El río se vuelve más estrecho y se convierte en riachuelo y después en arroyo. En algunos momentos, el salmón debe sortear rocas y nadar contra feroces rápidos.
También hay osos que se acercan a la orilla de los estrechos arroyos rocosos para atrapar y comer tantos salmones como puedan. Y no son los únicos depredadores. Los salmones también tienen que pasar entre seres humanos armados de redes y anzuelos. Pero no cejan en su empeño de abrirse paso cada vez que un obstáculo se interpone entre ellos y su objetivo.
Admiro muchísimo la actitud del salmón de llegar a toda costa. Lo recuerdo cuando se me acaba la energía o alguna meta parece escapárseme de las manos. Me recuerdo a mí mismo que el Creador también me preparó para enfrentar los desafíos de la vida.
También estoy destinado a volver al Cielo, donde nació mi espíritu; y mi Creador me ha dotado de un instinto buscador para ayudarme a llegar. No como el del salmón, que es una especie de piloto automático, porque tengo que activarlo yo mismo. Mi vínculo con el Señor es la oración; pero es igual de eficaz. Su guía es muy clara y específica. Él promete en la Biblia: «Clama a Mí y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces». Y: «Entonces tus oídos oirán detrás de ti palabra que diga: "Este es el camino, andad por él"».1
También tengo que hacer mi parte. Debo esforzarme, nadar contra la corriente, incluso cuando sería más fácil dar media vuelta y dejarme arrastrar río abajo. Mientras avanzo en la dirección debida, esa voz se vuelve más fuerte: «No te detengas, ya casi llegas. Ánimo. ¡Vas muy bien!» Mientras escuche y obedezca esa voz, no me faltarán motivación y fuerzas. Como el perseverante salmón, ¡seguiré hasta llegar a mi destino!
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