El corazón humano encierra un misterio: de vez en cuando, a todos nos sobreviene una profunda sensación de soledad.
Algunas de las personas más solitarias del mundo viven rodeadas de gente. Sin embargo, andan afligidas por la sensación de que nadie las conoce ni las comprende de verdad. Puede que incluso tengan abundancia de bienes materiales, todo lo que se requiere para satisfacer sus necesidades físicas. Aun así, se quejan de que se sienten solas. Anhelan dialogar con alguien acerca de sus intereses, encontrar a alguien a quien contarle sus cuitas, alguien que las entienda.
Es posible que tengamos un compañero o compañera de toda la vida y amigos que nos aman. Pero también es probable que ni ellos nos conozcan o nos comprendan cabalmente. Puede que alcancemos el éxito o logremos grandes cosas y, sin embargo, no tengamos a nadie con quien compartir plenamente la emoción de cruzar por fin la meta. El más íntimo de nuestros amigos es ajeno a nuestra alegría más suprema e incapaz de identificarse con nuestro dolor más profundo. Algunas lágrimas siempre las derramamos a solas. Ningún ser humano puede penetrar en lo más recóndito de nuestra mente o nuestra alma.
«No hay nadie que realmente me entienda y que sienta lo que yo siento». Ese es el clamor de todos nosotros en un momento u otro. Deambulamos solitariamente, cualquiera que sea nuestra suerte o nuestro destino. Cada alma, desconocida hasta por sí misma, debe vivir su vida interior en soledad.
Pero ¿por qué? ¿Por qué cobijamos esa apremiante necesidad de ser comprendidos? ¿Por qué albergamos el intenso anhelo de contarle a alguien nuestras alegrías, triunfos, desdichas y derrotas?
¿Acaso Dios —que hizo de nosotros almas vivientes— se equivocó al crear Su obra maestra, la raza humana? ¿Dejó algún vacío en nuestra naturaleza? Dispuso recursos para satisfacer todas las demás necesidades de la vida: pan para el hambre, conocimientos para el intelecto, amor para el corazón. ¿Quiso acaso que el alma quedara sedienta y que ese anhelo nuestro de que alguien nos comprenda a fondo y nos acompañe fielmente permaneciera insatisfecho? ¿Ha desoído el clamor de nuestra soledad?
Esos interrogantes tienen respuesta. Ese vacío, esa carencia que sentimos, denota la necesidad que tiene nuestra alma de acercarse a Dios. Él sabía que cuando echáramos en falta la comprensión humana, buscaríamos la divina. Sabía que esa sensación de aislamiento sería precisamente lo que nos impulsaría hacia Él.
Dios nos creó para Sí. Ansía nuestro amor. Por eso colocó en nuestro corazón un letrerito que reza: «Reservado para Mí». Él anhela ocupar el primer lugar en cada corazón y por ese motivo se ha guardado la llave secreta, la llave para abrir todas las recámaras de nuestro ser y bendecir con perfecta paz y armonía cada alma solitaria que acuda a Él.
Dios mismo es la respuesta, el cumplimiento. Quien nos creó es el único capaz de satisfacer cada aspecto de nuestra vida. La Palabra de Dios dice que Él es «la porción que sacia nuestra alma» (Salmo 107:9; Salmo 73:26). Hasta que llene ese vacío interior, jamás nos sentiremos completamente satisfechos. Nunca seremos perfectamente libres de la soledad a menos que Él colme nuestros anhelos más profundos.
Aunque Dios desea satisfacer esa necesidad, Él y Su amor son tan sublimes, tan inconmensurables que escapan a nuestra comprensión. Por eso tuvo que crear a alguien que nos manifestara Su amor en términos que pudiéramos entender, alguien que estuviera dentro de nuestra esfera, a quien pudiéramos conocer, un Hombre que fuera como Él mismo, Su Hijo.
A Jesús lo conmueven cada uno de nuestros anhelos. Él quiere satisfacerlos todos. Al entrar en nuestra vida, Él se convierte en nuestra satisfacción. Nos brinda compañía total y nos ofrece una amistad ideal y perfecta.
No tenemos por qué volver a sentirnos solos. Jesús dijo: «No te dejaré, ni te desampararé», y: «Yo estoy con vosotros todos los días» (Hebreos 13:5; Mateo 28:20).
Por eso, cuando te embargue esa soledad, reconocer que se trata de Jesús diciéndote: «Ven a Mí». Y cada vez que te sobrevenga la sensación de que nadie te entiende, es un llamado Suyo para que vuelvas a acudir a Él. Cuando al trastabillar bajo el peso de una abrumadora carga exclamas: «No puedo llevar esto yo solo», dices la verdad. Cristo permitió que fuera tan pesada para que tuvieras que pedirle ayuda. La desazón que nadie comprende lleva implícito un mensaje secreto del Rey, que te ruega que acudas de nuevo a Él. Eso es algo que nunca se puede hacer en exceso.
Su presencia satisface al alma que se siente abandonada, y quienes caminan con Él a diario no conocen la senda de la soledad.
Virginia Brandt Berg (1886-1968), fue una renombrada evangelizadora y la madre de David Brandt Berg (1919-1994), fundador de La Familia Internacional.
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