Lydia (Japón)
El diagnóstico
Han pasado más de diez años desde que me diagnosticaron cáncer. Ahora que lo pienso, resulta asombroso cuánto tiempo viví con esa enfermedad.
Recuerdo claramente el día que supe que estaba enferma. Me tomó completamente por sorpresa. No podía creer que me estuviera pasando a mí. De hecho, fue tanta la sorpresa que durante bastante tiempo me negué a aceptarlo.
En la ciudad donde vivía se realizaba una campaña todos los años para detectar el cáncer de útero. Yo jamás había participado, puesto que nunca imaginé padecer esa dolencia. Pero cierto año sentí con urgencia la necesidad de revisarme, y me apunté en el último momento. Doy gracias a Dios, porque fue Él quien me animó a revisarme. De lo contrario no lo habrían descubierto.
Tras el chequeo me dijeron que recibiría los análisis por escrito en una semana. Tan pronto salí de la clínica me olvidé del asunto. Pero al día siguiente recibí una llamada donde me indicaron presentarme en la asociación contra el cáncer esa misma semana. Aquello marcó el inicio de mi lucha contra esa terrible dolencia.
Los análisis mostraban que el cáncer había avanzado hasta la última de sus tres fases. Me costó mucho aceptar eso. Jamás había sentido dolor ni ninguno de los síntomas del cáncer; solo tenía una punzada continua en la parte baja del vientre, a la derecha, y pensaba que era cosa del aparato respiratorio.
Aún después de aceptar que tenía esa enfermedad, no caí en la cuenta de su gravedad. Pensé que no sería gran cosa que me hicieran una histerectomía, dado que ya no tenía edad para tener hijos, y que con eso se acabaría el problema. Pero el diagnostico era peor de lo que imaginé: «El cáncer está muy avanzado, y es posible que ya no podamos intervenirla». Entonces comprendí la seriedad de la situación.
Decidí operarme lo antes posible. Me comuniqué de inmediato con el Centro nacional de cáncer y empecé a realizar los procedimientos de mi hospitalización. Sin embargo, en el hospital no tenían camas libres y se demoraban mucho en responderme. Llamé al hospital una y otra vez para recordarles, y oré para que me admitieran sin más demora.
Ahora me doy cuenta que confiaba más en los doctores y la medicina que en el poder del Señor.
Finalmente me internaron. Fue un gran alivio, y al cabo de dos semanas de exámenes concluyeron que la operación sería para el 17 de noviembre. Para entonces habían pasado tres meses, y empezaba a preocuparme que el cáncer hubiera avanzado desde entonces.
En el hospital me encontré rodeada de personas con toda clase de dolencias. Mi ingenua noción de que podría operarme del cáncer y olvidarme de ello sin más se hizo añicos. Había muchas personas que continuaban sufriendo dos meses después de la operación y tomando medicamentos contra el cáncer.
El día anterior a la operación los doctores llamaron a mi marido. Le informaron que era imposible realizar la operación; es más, ni siquiera podían recetarme los medicamentos contra el cáncer. El mal en mi cuerpo había hecho metástasis hasta volverse imparable.
Esa noche estaba destrozada, y clamé al Señor. Ignoraba cuánto me quedaba de vida, pero sabía que desde entonces viviría pendiente de la muerte, sabiendo que estaba a la vuelta de la esquina.
—Señor, ¿qué pecado he cometido para que me castigues así? —le demandé. Quería saber lo que había hecho mal, y con todo mi corazón deseaba corregirlo antes de pasar a mejor vida.
Pero el Señor me respondió con amor:
—Lydia, lamento que sea tan duro para ti, pero te pido que me entregues tu cuerpo.
De ello deduje que pronto estaría en el Cielo. Me preparé mentalmente y le respondí:
—Como digas, Señor.
Pero el Señor tenía otros planes. Me dijo:
—Quiero que des ejemplo de vivir con alegría, aun padeciendo una terrible enfermedad. Quiero que llegado el momento aceptes abandonar esta vida con alegría. Sé que puedes, y por eso te he escogido.
Qué honor, que alegría que el Señor se valiera de este cuerpo maltrecho para Su gloria. Me sentía hondamente agradecida, y de todo corazón le respondí:
—Si realmente puedes convertirme en algo útil, estoy dispuesta a hacerlo.
Tan pronto dije esas palabras una dicha indescriptible llenó todo mi ser.
Vivir con el cáncer
Desde ese momento me sentí envuelta por una extraña clase de felicidad. Viví con esa alegría durante más de diez años, a pesar de la enfermedad, y esa alegría ha sido un ejemplo para otros de aceptar de buena gana el paso a mejor vida.
A lo largo de los años, aquella dolencia me permitió llegar al corazón de muchos. He visto renacer la esperanza en enfermos que eran testigos de mi alegría a pesar de la enfermedad. Muchísimas personas se sumen en la depresión al descubrir que tienen cáncer. Incluso quienes se recuperan tras una operación continúan viviendo con temor de una recaída. Cuando uno siente temor hacia las enfermedades, ellas ejercen un gran control sobre ti. Pero si eliges estar alegre a pesar de la enfermedad, el sistema inmunitario se fortalece.
La mayoría en el mundo tiene temor de la muerte, pero desde que me volví cristiana y especialmente desde que conocí a la Familia, he aprendido sobre las maravillas del Cielo. Ahora creo que terminar esta vida es un acontecimiento glorioso para todo cristiano. Sé que el Cielo es un lugar que no se puede describir en palabras, donde la perfección sobreabunda. Allí no habrá más dolor. Ni lágrimas. La seguridad de que allí me encontraré cara a cara con Jesús me da las fuerzas para seguir.
En varias ocasiones he hablado de las maravillas que nos aguardan en el Cielo con personas que estaban a punto de dejar esta vida. He tenido el honor de animarlos a recibir a Jesús en su vida y de presenciar cómo se liberaban del temor a la muerte, dejando este mundo con paz y alegría. A mi parecer, el motivo por el que aceptaban de buen grado mis palabras era porque yo, como ellos, también estaba próxima a morir. Doy gracias al Señor por haberme llevado al punto en que podía asegurar con una sonrisa: «Pronto nos volveremos a ver en el otro lado».
A algunos les parecía extraño que hablara de la muerte con tanta naturalidad, pero terminaron conmoviéndose por la paz que sentía. Poco a poco también le perdieron el temor a morir.
Parece que en el moderno mundo en el que vivimos muchos han olvidado que la muerte es una parte natural del ciclo de la vida. Vivimos en una era en la que gracias a la ciencia, a los tratamientos médicos y a procedimientos muy avanzados se ha encontrado solución casi para todo. Los trasplantes de órganos son un ejemplo de ello. Cuando muchos se enferman dan por sentado que los doctores van a curarlos, ignorando por entero la posibilidad de que pueden morir. Como resultado muy pocos están preparados para abandonar esta vida.
Gracias a que he aceptado y comprendido que mi muerte está cerca, y a que he depositado mi confianza en las manos del Señor, en vez de en las del cirujano, he tenido una vida realmente maravillosa. Doy gracias de todo corazón por haber tenido cáncer.
Un momento crucial
Con la ayuda de ese poder sobrenatural, pasé diez años sin combatir el cáncer con tratamientos convencionales. Hasta que contraje neumonía dos veces y empecé a sufrir de fiebre y tos no acepté la prescripción de antibióticos que me recomendaba el doctor.
Toda la vida he evitado los medicamentos, y nunca he tomado vitaminas ni suplementos. La primera vez que contraje neumonía me hice un reconocimiento médico, pero no quise tomar los medicamentos. Debido a ello sufrí una recaída y volví a contraer neumonía. El Señor entonces me indicó que aferrarse tanto a mis creencias y no aceptar ayuda médica era básicamente orgullo.
Durante todos esos años que viví con el cáncer empecé a depender cada vez menos del Señor y a confiar más en mí misma. A fin de cuentas, había pasado tanto tiempo sin tomar medicamentos. Pero con aquella neumonía el Señor me mostró que en ciertos casos sí que necesito de la ayuda de la medicina. La clave está en tener el debido equilibrio. El apego a mis rutinas y mi forma de ser me llenaron de orgullo, en vez de tener la humildad para obedecer las indicaciones del Señor. Por eso no acepté la ayuda de los médicos. Al final aprendí la lección, pero para entonces ya estaba muy débil y agotada.
Mi mayor gozo había sido ayudar a los demás, por lo que me costó mucho recibir la ayuda de los demás. Estaba tan débil que sentí que se acercaba el día de mi partida, y empecé a poner mi vida en orden.
Cuando me enteré de que mi cáncer no tenía cura determiné no acumular posesiones, ni siquiera dinero. En ese momento di casi todo lo que tenía. Fue liberador. Pero en el curso de diez años empecé a volver a acumular y guardar cosas innecesarias, no solo posesiones materiales. Caí en la cuenta de que mi corazón también se estaba llenando de pensamientos mundanos, y volví a desear la libertad de antes.
Le pregunté al Señor cuánto tiempo me quedaba, y sentí en mi corazón que mi día llegaría el 10 de abril del año entrante (o sea, del 2009). Hice una lista de cosas que deseaba lograr antes de partir, a fin de dejar esta vida sin nada que lamentar.
Aún me quedaban 6 meses. Al principio parecía muchísimo tiempo, pero una vez que empecé a ocuparme en alcanzar mis metas, me di cuenta de que no progresaba con la rapidez que había imaginado. Era frustrante. Lo que es peor, sentía tanto dolor que no podía hacer todo lo que quería. Cuando me miraba al espejo, me desanimaba al ver una figura triste y miserable devolviéndome la mirada. Tras una década de alegría y fe, se me hacía una montaña dar los últimos pasos.
El milagro
El tiempo pasó volando. Navidad, Año Nuevo y mi cumpleaños, que es en el mes de febrero, pasaron rápidamente. Lo que me había determinado lograr aún estaba a medias. Durante el curso de mi enfermedad no había tenido miedo a la muerte, pero al pensar en abandonar la tierra habiendo hecho solo la mitad de lo que debía, sentía que aún no estaba lista para morir. Cuando me di cuenta de que sólo me quedaban dos meses de vida, empecé a entrar en pánico.
En ese mes participé en la Fiesta de la Familia*, y leí las maravillosas Cartas que recalcaban la importancia del cambio. A la mañana siguiente, el 19 de febrero, clamé de todo corazón al Señor. Le dije:
—No puedo comparecer ante Ti de esta forma. Todo lo que prometí hacer antes de partir está aún a medias. Por favor cámbiame, renuévame. Ayúdame a completar todo lo que me falta.
Ahora me doy cuenta de lo tonto que fue creer que debía lograr todo eso por mis propias fuerzas. El Señor me había animado a alcanzar ciertos objetivos, pero en vez de depender completamente de Él me limité intentando salir adelante por mi cuenta.
De pronto el Señor me dijo:
—Voy a curarte.
De más está decir que quedé totalmente sorprendida.
—Me parece que te oí mal, Señor. Antes me dijiste que no ibas a curarme. Lo que te pedía ahora no era que me dejaras vivir, sino que me dieras fuerzas sobrenaturales para culminar mis planes antes de pasar a mejor vida. Además, si me curas del cáncer, mis nuevas virtudes también desaparecerán.
Sé que ahora parece tonto, pero en ese momento tenía la impresión de que mi testimonio entero se basaba en que podía sobrellevar con alegría una enfermedad como el cáncer y aceptar la muerte con verdadera tranquilidad. Si de pronto me curaba, ¿en qué consistiría mi gloria?
El Señor me respondió:
—Has hecho de este cáncer una medalla de honor y una marca de orgullo. Por eso debo quitártelo. Deseo que me ofrezcas tu ser completamente vacío y hagas de Mí tu gloria y tu testimonio.
Como me quedaba mucho que aprender, el Señor me permitió quedarme en la Tierra un tiempo más a fin de que lo aprendiera.
En la mañana del 29 no quedaba rastro del cáncer. El fuerte dolor que sentía en la parte baja del abdomen, que generalmente me hacía pasar la noche en vela, se desvaneció, llevándose consigo la hinchazón y hasta la glándula linfática. Sé que en ese momento fui sanada.
Durante el 10 de abril de 2009 no sentí dolor, y finalmente fui a hacerme una revisión. Era la primera en diez años. ¡Los exámenes revelaron que no quedaba rastro del cáncer! Ni siquiera las marcas del tumor, que por lo general son visibles. El médico no sabía qué decir. Me dijo:
—Si no conociera cada detalle de su enfermedad diría que hubo un error rotundo en el primer diagnóstico.
No sentía ningún dolor en el abdomen ni en ninguna otra parte.
De modo que en vez de aceptar mi muerte, estoy abrazando la vida. Me emociona muchísimo pensar la forma en que el Señor se va a servir de mí ahora que me ha purificado de tantos trastos innecesarios. Me ha convertido en una persona enteramente nueva. Solo me queda decir: !Que maravilloso eres Jesus!
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