miércoles, 16 de junio de 2010

Muerto por una Medusa venenosa

La historia de Ian McCormack, Nueva Zelanda
Del libro La última frontera, de Richard Kent

Toda mi vida se centraba en el deporte y los viajes. Nací en Nueva Zelanda, a los 24 años completé dos años de viajar por todo el mundo, habiendo cursado -antes de eso-, una carrera de veterinaria en la universidad de Nueva Zelanda. Cuando ocurrió lo que les voy a relatar vivía en un lugar que, para cualquiera que ama el surf y el buceo, es un paraíso terrenal: la isla Mauricio, en Mauritania. En el océano indico cerca de Madagascar en áfrica.
Solía hacer surf y pesca con los buzos locales, los Creole, y me aficioné a bucear de noche. Acostumbrado al clima frío -más que la gente de allí- solo vestía un traje de agua muy delgado (1mm de espesor) y de mangas cortas, mientras que los habitantes de allí se ponían el traje grueso (4mm de espesor) y se metían totalmente cubiertos de la cabeza a los pies. Cuatro días antes de partir de la isla para regresar a Nueva Zelanda para el casamiento de mi hermano salí a bucear de noche con los muchachos de allí. Me sentía algo nervioso porque divisaba una tormenta eléctrica en el horizonte. De todos modos, me convencí a mí mismo de ir y fui.
Al zambullirme aquella noche, el rayo de mi linterna enfocó a una medusa justo delante de mí. Me quedé fascinado, porque ese tipo de medusa no tenía la forma típica, sino que era cuadrada. No tenía idea -mientras la agarraba con mi guante de cuero- que esa medusa, o avispa de mar, era la segunda criatura más mortal conocida por el hombre. Sus toxinas han matado a 70 australianos. Al norte de Australia llegó a matar a más personas que los tiburones. En Darwin, el urticante de este pez pararaliso el corazón de un hombre de 38 años en solo 10 minutos.
De repente, sentí lo que me pareció un fuerte shock eléctrico en mi antebrazo, como miles de voltios. Al no poder ver lo que había pasado, hice lo peor que podía haber hecho. Me froté el brazo, lo cual hizo penetrar aún más el veneno de los tentáculos de la medusa. Antes de alcanzar el acantilado, llegaron a picarme tres aguavivas más. Mi antebrazo se hinchó como un globo. Donde tocaron los tentáculos se formaron unas ampollas realmente dolorosas, y sentí que estaba en llamas mientras el veneno empezaba a recorrer mi cuerpo. Llegó hasta mi glándula linfática y sentí como si me hubieran golpeado, y se me empezaba a cortar la respiración.
Necesitaba ser hospitalizado, ¡y pronto! Cuando me picó por quinta vez, una de esas medusas venosas, uno de los buzos me arrastró fuera hasta la playa y me dejo al costado de la carretera sin prestarme más ayuda se fue dejándome allí, era una parte muy desolada de la isla. Quedé de espaldas y sentía que el veneno me afectaba cada vez más, cuando escuché una pequeña voz que decía: «Hijo, si cierras los ojos no volverás a abrirlos». No tenía idea de quién lo había dicho, pero siendo que yo era un salvavidas capacitado e instructor de buceo, sabía que si no se me administraba un antídoto urgente, moriría.
Mis intentos de llegar a un hospital fueron totalmente en vano. No tenía dinero, ni fuerzas para levantarme finalmente un taxista indio, a quien le rogué que me llevara hasta el hospital, de mala gana me recogió. Y me llevó hasta el hotel más cercano y me dejó tirado en el estacionamiento, pensando que no le iba a pagar. El propietario del hotel, un señor chino, salió a ver que pasaba y también se negó a llevarme en su auto hasta el hospital, pues pensó que las marcas en mi brazo eran de una sobredosis de heroína. Sin embargo, un guardia de seguridad, que resultó ser un conocido mío, llamó a la ambulancia.
Mientras era trasladado hasta el hospital, tuve visiones de toda mi vida y pensé: «Me voy a morir. Esto es lo que suele suceder antes de morir, uno empieza a ver todo lo que ha vivido.» A pesar de que era ateo, me preguntaba si habría vida después de la muerte. De repente vislumbre el rostro de mi madre que me decía: «Ian, no importa lo lejos de Dios que te sientas, si tan solo le pides algo desde el fondo de tu corazón, Él te escuchará y te perdonará.»
Habían pasado 10 años desde la última vez que hablé de Dios con mi madre, 10 años de negar que Dios existiera, sin embargo mi madre siempre oraba por mí. Después, cuando volví a Nueva Zelanda, comparé los registros con ella. Dios le había mostrado mi cara y le había dicho: «Tu hijo está casi muerto. Empieza ya, ora por él.» Le doy gracias a Dios por mi madre, que no se dio por vencida con su hijo testarudo y rebelde. Volviendo a mi relato, había viajado por el Sudeste Asiático y había visto millones de dioses, y me pregunté: «¿Orar a Dios? ¿A cuál?» Pero seguía viendo la cara de mi madre, y ella solo le rezaba a un Dios cristiano. Recordé que mi madre me había enseñado el Padrenuestro, y traté de hacer memoria.

Lo que les estoy contando es un hecho real que me paso a mi escribe Ian, mientras la ambulancia con la sirena tocando corría hacia el hospital. Mi mente estaba completamente en blanco. Sin embargo podía escuchar a mi madre que me decía: «Con tu corazón, hijo, ora con el corazón». Finalmente dije: «Dios, si eres real», oraba de corazón, «y si esta oración es real, ayúdame a recordar la oración que mi madre me enseñó. Si queda algo moldeable algo de bueno en mi corazón, por favor ayúdame a recordar el Padrenuestro.»
Ante mis ojos aparecieron las palabras «perdónanos nuestras faltas». Sabía que eso significaba que debía pedirle a Dios que me perdonara todos los pecados que había cometido, pero le dije a Dios que me sentía como un hipócrita, orando en mi lecho de muerte. Pero que si había alguna posibilidad de que me perdonara, entonces yo quería sinceramente pedirle que perdonara mis pecados.
Parece que Dios me escuchó, porque de pronto recordé otras palabras: «…así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Parecía más fácil perdonar a quienes me habían usado, traicionado o desvalijado, pues nunca fui una persona vengativa o agresiva. Pero mientras le decía eso a Dios, como a medio metro de distancia se me apareció la cara del taxista indio que me había sacado a empujones de su taxi aquella noche. «¿Puedes perdonarlo por haberte abandonado mientras te morías?», me preguntó la voz. No lo podía creer. ¡Por supuesto que no pensaba hacerlo! Cuando no quise pensar más en ese hombre, enseguida se me apareció la cara del señor chino, dueño de aquel hotel, quien tampoco quiso ayudarme, y la voz nuevamente me preguntó si podía perdonarlo.
Me di cuenta de que no era mi imaginación, sino la pura realidad. Yo quería algo real, bueno, ahí lo tenía, y las caras de esos hombres no desaparecerían hasta que los perdonara. También me di cuenta de que eran los últimos dos hombres. ¿Y qué pasaba con todos los demás que había conocido? Al saber que iba en serio le prometí a Dios que, si me perdonaba mis pecados, entonces iba a perdonar a esos hombres y que jamás les haría nada malo. Solo cuando los perdoné sus caras desaparecieron.
Enseguida me llego otra frase: «Hágase Tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo». Pensé: «¿Tu voluntad? ¿La voluntad de Dios?» ¡He hecho lo que me ha dado la gana durante los últimos 24 años! Sin embargo, le prometí a Dios que si salía vivo de ésa, buscaría Su voluntad para mí y lo seguiría todos los días de mi vida. Al hacer esa oración, supe que había encontrado la paz con Dios. Casi de inmediato se abrieron las puertas de la ambulancia y fui colocado en una silla de ruedas, llevándome a toda prisa al hospital.
Los doctores y las enfermeras vinieron rápido. Mi estado era gravísimo, mis posibilidades de sobrevivir eran casi nulas. Dos veces me tomaron la presión. Mis venas habían colapsado. Los doctores me aplicaron inyecciones de antídoto y dextrosa para tratar de salvarme la vida.

No sé cómo pero sabía que si me salía del cuerpo, significaba que estaba… muerto. Sabía que no era un viaje mental ni alucinaciones; era real. No tenía la más mínima intención de dejar mi cuerpo y morir. Estaba decidido a mantenerme despierto toda la noche de ser necesario, y combatir el veneno que invadía todo mi cuerpo.
Al sentir que me ponían en una cama, noté que no sentía los brazos en absoluto, y ni podía mantener los ojos abiertos. No podía mover la cabeza, y los ojos se me llenaron tanto de transpiración que casi no podía ver. Recuerdo que cerré los ojos y solté un suspiro de alivio. En ese momento, según dicen en el hospital, morí y me declararon clínicamente muerto.
Lo que más me asustó es que en el momento en que cerré los ojos, de repente estaba completamente despierto, de pie al lado de lo que yo creía era mi cama, pero en una oscuridad absoluta, preguntándome si los médicos habían apagado la luz. Decidí encender las luces y estiré la mano para alcanzar la pared, pero no encontré ninguna pared. «Bueno», pensé, «mejor vuelvo a la cama. Tal vez me cambiaron al pabellón principal.» A tientas, tratando de encontrar la cama, pensé que lo mejor sería quedarme quieto un momento, pero estaba tan oscuro que ni siquiera podía ver la mano delante de mis ojos. Si levantaba la mano y la ponía delante de mi cara, parecía que no estaba, o que me había traspasado la cabeza. «Sabes dónde tienes la cabeza», me decía a mí mismo, por lo que puse ambas manos para taparme la cara, pero pasaron a través de mi cabeza. Fue una sensación de lo más rara. Lo que pasó después fue peor, porque me di cuenta de que no podía tocar ninguna parte de mi cuerpo físico. Sin embargo tenía la sensación de ser un ser humano completo, con todas mis facultades, solo que no tenía un cuerpo físico. Ahora me doy cuenta de que estaba fuera de mi cuerpo, porque cuando un hombre muere, su espíritu abandona su cuerpo.
Lo siguiente que me pregunté fue: «¿Dónde estoy?», porque de pronto pude sentir el más intenso de los males invadir la oscuridad que me rodeaba. Parecía que aquella oscuridad se transformó en una dimensión espiritual. Había una presencia absolutamente maligna que comenzaba a moverse hacia mí. Intenté protegerme abrazándome a mí mismo y pregunté: «¿Dónde estoy?» Una voz respondió: «En el infierno; ahora cállate».
Esto que les estoy contando no tiene nada de fantástico ni producto de mi imaginación Estuve en esa oscuridad el tiempo suficiente como para que me llenara del temor al Señor por el resto de la eternidad. Tal vez se pregunten por qué Dios permitió que yo fuera allí abajo, a ese lugar oscuro, pero después me dijo que si no hubiera hecho esa oración en la ambulancia, me habría quedado allí, en el infierno. Gracias a Dios por Su gracia, pues escuchó mi oración la de un pecador, en los últimos segundos de su vida. «Aunque ande en valle de sombra de muerte y densa oscuridad, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo» (Salmo 23:4). Había aceptado a Dios como mi Señor y Pastor justo antes de morir, y Él me guió en ese valle de muerte.
Y en el momento de mayor oscuridad, una brillante luz me envolvió y comenzó a sacarme fuera de ahí. No era como caminar, sino que estaba siendo transportado de una manera muy sobrenatural. Mientras era atraído hacia esa luz, parecía que tocaba mi rostro y envolvía todo mi cuerpo, como si la luz hubiera penetrado en mi ahuyentando esa oscuridad. Al mirar hacia atrás pude ver que esa oscuridad se iba disipando, y podía sentir el poder y la presencia de esa luz que me llevaba hacia una abertura circular arriba mío, como un grano de polvo que es atrapado en un rayo de sol.
Casi de inmediato atravesé esa abertura y, mirando a través del túnel, pude distinguir la fuente de luz. La brillantez, el poder y la pureza que emanaban de ésta eran imponentes. Mientras miraba, una onda de luz más gruesa e intensa salió de esa fuente, y bajó al túnel con una velocidad increíble, como si viniera para recibirme a mí. Una ola de calor y consuelo me llenaron por completo, y tuve la sensación más increíble y reconfortante que jamás había experimentado. Como hacia la mitad del túnel, otra onda emanó de la fuente y se dirigía hacia mí. Al tocarme, sentí que me invadía la más maravillosa paz de la misma manera que antes. Era una paz absoluta. En mi pasado había buscado la paz en los estudios, en los deportes, en los viajes, de casi todas las maneras posibles, pero no la alcanzaba. Sin embargo, ésta era una paz viviente que parecía quedarse mientras la luz se desvanecía.

Antes, en la oscuridad, no podía ver nada. Pero ahora en la luz, para mi asombro, noté que mi mano había adoptado una forma espiritual, llena de una luz radiante, la misma luz que provenía del final del túnel. Cuando empezaba a moverme, salió otra onda de luz llenándome de puro gozo y emoción. Esta totalmente extasiado.
Lo que vi después de esto me voló la mente. Parecía un fuego blanco, o una montaña de brillantes que radiaban con el más increíble brillo. Y sin embargo, cuando paré al final del túnel de luz, a la izquierda, justo encima de mí, todo -hasta donde se podía ver- se había llenado de una luz iridiscente. Por un momento me pregunté si habría una persona en el centro de ese fulgor, o si era solo una fuerza de bien o de poder en el universo. Y una voz salió de esa luz y dijo: «Ian, ¿deseas volver?» «¿A dónde?», pregunté. Pero al mirar detrás de mí y notar que el túnel volvía a la oscuridad, y me acordé de la cama en el hospital, me di cuenta de que no sabía dónde estaba y de mí salieron las palabras: «Deseo volver». La voz respondió: «Ian, si deseas volver, debes aprender a ver las cosas bajo una nueva perspectiva».
El instante en que escuché esas palabras, «ver las cosas bajo una nueva perspectiva», aparecieron ante mí las palabras: «Dios es luz y en Él no hay oscuridad» (Juan 1:15). Eran las palabras impresas en una tarjeta de Navidad que me habían entregado años atrás, pero no sabía que habían sido tomadas del Nuevo Testamento. Al ver estas palabras ante mí, me di cuenta de que la luz podría estar proviniendo de Dios, y si así era, entonces, ¿qué hacía yo ahí? Tienen que haber cometido un error, pues yo no merecía estar allí.
«Si Él sabe mi nombre y conoce todos mis pensamientos, es porque soy transparente ante Él. Puede ver todo lo que hice en mi vida. Mejor me voy de aquí.» Comencé a retirarme, buscando alguna roca debajo de la cual esconderme, o aquel túnel al cual pensé que pertenecía. Pero al retirarme de Su presencia, una ola de luz tras otra empezó a envolverme. La primera ola que me tocó hizo que mis manos y cuerpo sintieran un cosquilleo, y empecé a sentir un amor profundo en mi ser, a tal punto que me hizo tambalear. Luego me envolvió otra ola, y luego otra. Pensé: «Dios, no es posible que me ames. Cometí tantos pecados, te maldije, rompí tantos mandamientos.» Las olas de amor seguían viniendo, y cada cosa que decía o confesaba era seguida de otra ola de amor hasta que no pude hacer otra cosa más que llorar, mientras el amor de Dios me lavaba una y otra vez. No podía creer que Dios pudiera amar a un hombre tan asqueroso y sucio. Aun así, estando yo ante Su presencia, ese amor se hizo más y más fuerte hasta que sentí que si tan solo daba un paso dentro de esa luz podría ver al Señor, y saber quién era Dios.
Me acerqué más, hasta que de pronto la luz se abrió y vi los pies descalzos de un Hombre con unas vestiduras increíblemente blancas que llegaban a Sus tobillos. Al mirar hacia arriba, parecía que la luz emanaba desde cada poro de Su cara, como joyas brillantes con luz y poder disparándose hacia todos lados. En total éxtasis al ver ese brillo y pureza, me di cuenta de que esa persona efectivamente debía de ser Dios. Sus ropas parecían estar hechas de una luz brillante. Me acerqué para ver Sus ojos, pero al pararme ante Él, se alejó, como si no quisiera que me acercara. Y al moverse Él, vi lo que parecía un planeta Tierra completamente nuevo que se abría ante mis ojos. Esta nueva Tierra tenía pasto verde, solo que con la misma luz y el mismo brillo que tenía Dios. Por los campos corría un río cristalino, con árboles en ambas orillas. Había colinas verdes, montañas y a mi derecha el cielo era azul, y a la izquierda había praderas con árboles y flores. Se parecía al Huerto del Edén, o al Paraíso. Cada parte de mi ser estaba absorbiendo todo eso, y pensaba: «Yo pertenezco a este lugar. Fui creado para este lugar. Viajé por todo el mundo buscando este lugar.» Quería entrar allí y explorar, pero al dirigirme hacia allí, Dios se interpuso delante de mí y me preguntó: «Ian, ahora que has visto, ¿deseas entrar, o quieres volver?»
Imagínense que alguno de ustedes acaba de llegar allí, pero con las justas, solo gracias a una oración hecha en su lecho de muerte. Imagínense que ya sabían que, justo detrás de Dios, hay un lugar en el que no hay más enfermedad ni muerte, no más sufrimiento ni dolor, no más guerras, donde hay vida para siempre, ¿qué harían?
Créanme, no tenía la más mínima intención de volver a esta Tierra. Iba a decirle adiós a este mundo cruel y entrar ahí. Pero en ese instante miré atrás por encima de mi hombro. Tuve una clara visión de mi madre mirándome. Ella había orado por mí cada día de mi vida, y trató de mostrarme los caminos de Dios. Me di cuenta de que si entraba al Cielo en ese momento, ella pensaría que me había ido al Infierno, porque no estaría enterada de mi arrepentimiento en aquella ambulancia, y de que le había entregado mi vida a Dios. Dije: «Dios, no puedo entrar, no puedo ser egoísta, debo volver y decirle a mi madre que lo que ella cree es real».
Al mirar atrás vi a toda mi familia y a miles y miles de personas lejos en la distancia. Le pregunté a Dios quiénes eran, y Él me dijo que si no volvía, muchas de esas personas que veía probablemente jamás tendrían la oportunidad de conocerlo. Mi reacción fue que yo no los amaba, pero al expresar ese sentimiento Dios dijo: «Pero Yo sí, y deseo que me conozcan».

Me pregunte ¿Cómo podía regresar? Dios me dijo que volteara la cabeza, lo hice y sentí un líquido saliendo de uno de mis ojos. Me encontré con mi ojo derecho abierto, y vi a un médico al final de la cama sosteniendo un filoso bisturí punzándome el pie. Al volverse y mirarme, y verme con la cara manchada de sangre, pude imaginar lo que pensaba: «Un cadáver acaba de abrir un ojo».
Trataba de asimilar lo que acababa de ver cuando escuché la voz de Dios que, en un susurro, me decía: «Hijo, acabo de devolverte la vida». Le respondí a Dios que si eso era cierto, que por favor me diera la fuerza para voltearme y ver a través del otro ojo. Al darme Dios la fuerza para abrir mi ojo izquierdo, pude ver en la puerta del quirófano, a enfermeras y camilleros. Se pararon cerca de la puerta y miraban, boquiabiertos. Había estado muerto durante 15 minutos, ¡pero ahora estaba vivo!
Traté de mover el cuello. Pensé que si había estado muerto todo ese tiempo, seguramente sería cuadripléjico el resto de mi vida. Por eso le pedí a Dios que me curara por completo y me permitiera salir de ese hospital caminando, si no, que me llevara de vuelta al Cielo. Durante las siguientes cuatro horas sentí un calor y un poder que fluía por todo mi cuerpo, y al día siguiente salí de aquel hospital caminando, completamente sano. Yo creo en la curación. Creo en el poder para resucitar. Creo que Jesucristo murió en la cruz para redimirnos de nuestros pecados, y que resucitó de los muertos, y que Él es la Resurrección y la Vida.
05
¿Qué debía hacer? Solo se lo podía preguntar a Dios. Él me dijo que me había convertido en un cristiano nacido de nuevo, y que debía leer Su Palabra, la Biblia. Durante las siguientes seis semanas leí desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Al leer las Escrituras, todo lo que había visto en el Cielo estaba descrito en aquel libro. En el primer capítulo del Apocalipsis leí sobre Jesús, que tenía vestiduras blancas, y Su cara brillaba como el sol, asiendo siete estrellas en Su mano. El Alfa y Omega, el Principio y el Fin. En el capítulo 22 del Apocalipsis leí sobre el Río de la Vida, con árboles que daban fruto, en ambas orillas del río. El mismo capítulo dice que quienes beban de ese río jamás volverán a tener sed. Leí que la luz de la presencia de Dios mantiene el Nuevo Cielo y la Nueva Tierra llenos de luz, sin necesidad de un sol o una luna o lámparas, porque Su resplandor y Su presencia llenan el universo. Me di cuenta de que en el capítulo 8, versículo 12 de Juan, Jesús dijo que Él es la luz del mundo, y que quienes fueran a Él no andarían más en oscuridad, sino que tendrían la luz de la vida. Continué leyendo los evangelios y las epístolas, y hablaba sobre nacer de nuevo en Juan 3:3, con la seguridad de que los pecados eran perdonados, y también dice que uno puede invocar el nombre del Señor. Supe que Jesucristo estaba vivo.
06
Desde que viví esta experiencia en Mauritania, el Señor me llevó a ser un ministro cristiano a tiempo completo. Luego de pasar un tiempo en un tambo en Nueva Zelanda junto a mi hermana y mi cuñado, donde Dios me concedió el tiempo para reorganizar mi vida, viví seis meses en la iglesia local. A mediados de 1983 me uní al grupo Juventud con una Misión, y durante otros seis meses navegué con ellos por todo el Océano Pacífico, llevando el Evangelio de Jesucristo a esas zonas. Luego el Señor me habló a través del versículo Apocalipsis 7:9, e indicó que fuera de vuelta al Sudeste Asiático y testificara a las tribus de Malasia. Durante tres años trabajé en las junglas de Sarawak en la península. Durante ese tiempo conocí a mi actual esposa, Jane, quien estaba realizando un viaje corto como misionera, desde su hogar natal en Canadá. Antes de regresar a Nueva Zelanda en 1988, trabajé en el equipo pastoral de una iglesia en Singapur. Jane y yo nos casamos en Canadá ese año, y trabajamos a plena dedicación en una iglesia de Canadá.

(Ian McCormack ha seguido a Jesús desde que vivió aquella experiencia en 1982. Ian es un ministro de la Iglesia de la Asamblea de Dios en Nueva Zelanda. Predicó a los cazadores de cabezas en Borneo, y en campos de refugiados en el Sudeste Asiático. Fue pastor en iglesias y viajó, junto con su familia, a 24 naciones distintas para compartir su testimonio.)

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