Gordon MacDonald (Leadership Journal)
Todos los años, cierta organización me invita a dar una charla a los hombres y mujeres inscritos en su programa de liderazgo. Cada año me aclaran en la invitación que desean que hable del mismo tema que la vez anterior.
El discurso en cuestión se centra en la forma en que un líder asume los fracasos que enfrenta en su vida. A veces empiezo diciendo que, a mi parecer, he conseguido un doctorado en la materia gracias a los fracasos que experimenté en mis siete décadas de vida. La mayoría son fiascos comunes y corrientes; pero debo admitir que también he vivido experiencias terribles de gran magnitud.
Casi siempre les relato la conversación que tuve con un neoyorquino, poco después de que mi esposa, Gail, y yo nos mudáramos a la Gran Manzana.
—¿Ya lo han atracado? —me preguntó.
—No, todavía no —respondí.
—Pues, ya lo harán —concluyó.
Habiendo narrado esa anécdota, les pregunto a mis oyentes:
—¿Ya fracasaron? ¿No? Pues, ya lo harán.
De más está decir que es una predicción sombría, pero así es como capto su atención.
Luego pongo énfasis especial en la conversación que tuvieron Jesús y Simón Pedro, cuando el Señor le dijo: «Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; más Yo he rogado por ti que tu fe no falte; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lucas 22:31-32).
La mayoría sabemos que esa conversación transcurrió horas antes del vergonzoso intento de Pedro de seguir a Jesús hasta la casa del sumo sacerdote. Allí, lejos de admitir que era uno de Sus discípulos, en tres ocasiones Simón negó que lo conocía. Entonces se escuchó el canto del gallo y Jesús, que en ese momento era trasladado a través del patio, lo miró fijamente a los ojos. Avergonzado, Simón huyó a un callejón oscuro y «lloró amargamente» (Lucas 22:62).
En más de una ocasión me pregunté: Si Jesús sabía lo que iba a ocurrir, ¿por qué no le ofreció a Pedro consejos para evitar aquella mala experiencia?
A mi parecer, al Salvador no le importaba tanto que Su discípulo se desmoronara, sino que aprendiera una valiosa enseñanza y acometiera grandes cosas una vez que se recuperara por completo de aquella experiencia.
Se me ocurre que Jesús quería valerse de esa experiencia —de ese fracaso— para enseñarle a Pedro algo que, por lo visto, no aprendería de ningún otro modo.
Si el Señor desea que alguien madure y crezca, parece no importarle que esa persona haga el ridículo, con tal de que aprenda enseñanzas más valiosas. Los seguidores de Jesús que se juzgan a sí mismos o a otros a la luz de patrones perfeccionistas deberían meditar en eso.
«Yo también pasé por eso. Calcé las sandalias de Pedro», le confieso a mi audiencia. Yo sé hablar bonito, prometer la luna y las estrellas, y que mi confianza se desplome en el instante mismo en que mi palabra se pone a prueba.
Luego describo cinco ocasiones de mi vida cristiana en las que metí la pata hasta el fondo, al igual que el apóstol Pedro. Describo con lujo de detalles el daño que causé en cada una de esas ocasiones. Reflexiono sobre la necesidad de un profundo arrepentimiento. Y luego les explico la forma en que, años después, esas ocasiones me convirtieron en el hombre que soy en la actualidad. A veces digo que a Dios le encanta manipular nuestros fracasos y transformar aun nuestras peores acciones en algo útil y provechoso para Él.
Vale la pena recordar que la vida de Simón Pedro no terminó en aquel oscuro callejón. Su relato continúa. Al día siguiente, Pedro se dirige a la tumba vacía y luego se reúne con Jesús frente al mar de Galilea. Menudo alivio debió sentir cuando le dieron una segunda oportunidad. «Apacienta Mis ovejas», le encomendó Jesús.
«Mi experiencia ha sido muy similar», concluyo ante mi audiencia. «Puedo asegurarles que Jesús es el Maestro de las segundas oportunidades».
A veces nuestros fracasos nos moldean y nos convierten en lo que, por lo visto, no podríamos ser de otra manera. Nos transforman en personas diferentes. Ablandan y sensibilizan nuestro corazón. Nos enseñan humildad.
(P:) Los fracasos pueden cambiarte más profundamente que los éxitos. Te convierten en una persona mejor, te permiten obrar bajo una serie de circunstancias diferentes, te dan la oportunidad de empezar de nuevo y de hacer las cosas bien.
Las caídas pueden ser hacia arriba, en vez de hacia abajo, siempre y cuando tengas la disposición de aprender de las malas experiencias. Además, sólo pueden considerarse fracasos si te quedas tumbado en el suelo, en vez de levantarte y echar para adelante.
Así que cuando tropieces y caigas, y estés tirado en el suelo, pensando en el sucio, inmundo y miserable pecador e inadaptado que eres, levanta la mirada. Se te ha concedido el honor de empezar de nuevo; acabas de recibir una segunda oportunidad. Jesús efectivamente es el Maestro de las segundas oportunidades, y de todas las que necesites.
Él está a tu lado, de rodillas en el suelo, recordándote Su promesa en Romanos 8:28: que por muy amarga que sea esa experiencia, de alguna forma, de algún modo y en algún momento redundará en tu bien porque lo amas.
Quiere que sepas que conoce bien todas tus faltas y fracasos, y que por ello no te ama menos. Aunque está al tanto de todos tus problemas, sigues siendo valiosísimo a Sus ojos. Murió para perdonar todos tus pecados, y nada podrá separarte de Su amor y perdón.
¡Así que levántate! ¡Tira para adelante! Dale las gracias por la oportunidad de empezar de cero, y por lo que aprendiste de la caída —o aprenderás más adelante—, de lo cual no sólo te beneficiarás tú, sino que podrás compartir con otros. Agradécele la forma en que tu vida cambiará, la oportunidad de ser una nueva criatura, el éxito que te espera a la vuelta de la esquina. Ahora que has sobrevivido al fracaso estás a un paso de la gloria. El futuro es tan halagüeño como las promesas de Dios. Y esas promesas son para ti.
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