miércoles, 21 de diciembre de 2011

Un año para olvidar

Si este año, más que otros, te está costando imbuirte del espíritu navideño, no te desesperes; no eres el único. El 2011 ha sido un año particularmente duro para este atribulado mundo.

Ya en los dos primeros meses estallaron revueltas populares en 13 países del Norte de África y Oriente Medio. ¿El detonante? Los motines registrados en Túnez pocas semanas antes. Algunas de las insurrecciones resultaron más sangrientas que otras, pero todas demostraron que no existen panaceas ni remedios instantáneos para las persistentes desigualdades sociales y económicas que arrastran muchos países. Podemos abrigar nuestras mejores esperanzas por los 300 millones de habitantes de esas tierras y ciertamente orar por ellos; pero también debemos contrapesar esas esperanzas con una cuota de realismo y comprender que el cambio supondrá un proceso lento, largo y probablemente doloroso.

Luego se desataron las fuerzas de la naturaleza. Un terremoto capaz de inclinar el eje de la tierra sacudió el Japón. El consiguiente tsunami asoló amplias zonas de la costa y abatió al país. El saldo: más de 20.000 muertos y gravísimos daños a varios reactores nucleares, lo que hace temer un desastre de la magnitud de Chernóbil.

Por si fuera poco, torrenciales lluvias causaron pavorosas inundaciones en Colombia, Venezuela, Brasil y otros países, dejando un reguero de víctimas y destrucción.

Esos no fueron los únicos acontecimientos que nos trajeron desasosiego en el 2011. Hubo muchos más y, claro, los mencionados aquí no fueron necesariamente los peores para nosotros en el ámbito personal. Por lo general los sucesos que más nos afectan no son tan mediáticos: la pérdida de un ser querido, una grave enfermedad o accidente, males económicos y, bueno, paremos de contar.

Así las cosas, hoy, en las postrimerías de 2011, nos planteamos la sempiterna pregunta: Si Dios es todopoderoso y de veras nos ama -como dice la Biblia-, ¿por qué no hace algo para mitigar nuestro dolor y sufrimiento?

Ya lo ha hecho. Envió a Jesús.

Dios hace Suyo nuestro dolor. Comprende nuestras penas y angustias y se compadece de nosotros cuando sufrimos alguna pérdida. Quiere acercarnos a Él, tomarnos en Sus brazos, calmarnos, sanarnos, consolarnos, tranquilizarnos. Era tal Su deseo de ayudarnos que envió a Su Hijo hecho hombre para que conviviera con nosotros y conociera las penalidades que sufrimos. Dios quiso que Jesús lo personificara, que nos revelara cómo es Su corazón y nos pusiera en contacto directo y personal con Su amor y Su poder. No lo envió a resolver todos nuestros problemas, sino a capacitarnos para superarlos y de paso llegar a ser mejores personas.

Razón de sobra para abrigar esperanzas esta Navidad.

Gabriel

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